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    lunes, 26 de febrero de 2007

    Las implicaciones emocionales de la guardería (1): La opción de la verdad y del amor

    Insistimos mucho, muchísimo, en casa y en la escuela, en que niñas y niños aprendan a ponerse en el lugar del otro. Dejando, de momento, al margen el debate sobre la utilidad real de fomentar la empatía mediante el discurso racional y la intervención externa, ¿por qué no predicamos con el ejemplo? Empecemos por ponernos en el lugar de los niños, exijamos después.
    Nuestros bebés, nuestros hijos pequeños, acuden a las guarderías a diario. Cuando tomamos la decisión de llevarlos, cuando los dejamos allí por primera vez, cada día al recogerlos y encontrarlos llorando durante el recurrente “periodo de adaptación” que todo lo justifica, ¿hacemos alguna vez el esfuerzo de ponernos honestamente en su lugar?
    Intentémoslo. Dediquémosles este sencillo ejercicio de empatía:
    Imaginemos estar de luna de miel con nuestra pareja. Hemos viajado a un país desconocido. Pasamos todo el día juntos, atendiendo tan sólo a las señales de ese cuerpo cercano, vivimos en su intimidad, nos alimentamos de su presencia y es suficiente. Estamos en pleno delirio de amor. De pronto, un día, nuestra pareja nos dice: “Ven, que vamos a ir a un sitio donde hay muchas personas adultas como tú, y libros y revistas, discos y películas. Ya verás qué bien.” Nos hace subir a un coche y nos lleva a un lugar desconocido, una casa lejos de todo de la que no nos es posible salir por nuestros propios medios. Pero no nos inquietamos, pues nuestra confianza es ciega. Entramos en la casa, hay mucha gente allí, en efecto. Algunos llevan batas blancas y hablan el idioma local. Nuestra pareja nos presenta a una de las personas de bata blanca que nos sonríe, mostrándonos con el dedo a las demás personas y todas las cosas de las que disponen allí para entretenernos. No entendemos qué vamos a hacer allí, donde no conocemos a nadie, y al volvernos en busca de nuestra pareja nos damos cuenta de que ya no está. Con el corazón acelerado de repente preguntamos, preguntamos una y otra vez mientras la bata blanca sigue sonriendo y nos empuja suavemente hacia los demás diciendo: “Hala, vete a escuchar música con los amigos.” No entendemos lo que está ocurriendo, no entendemos por qué nuestra pareja, que hasta entonces vivía por y para nosotros y que daba sentido a nuestra existencia, que era nuestra única referencia en aquel lugar extraño, nos ha abandonado entre desconocidos, no sabemos si volverá a buscarnos, ni cuándo. Nos ponemos a llorar. La bata blanca, amablemente pero con firmeza, nos dice que no, que no se llora, nos hace sentar en una cómoda butaca y nos da unos cuantos libros y revistas. Lloramos cada vez más, hasta que la bata blanca acaba sentándose a nuestro lado y trata de consolarnos cogiéndonos la mano. Cuando empezamos a tranquilizarnos se levanta y se aleja, pero la seguimos, no queremos soltarle la mano. Interviene otra bata blanca, con doctorado en psicología: “No le des tanto la mano que se va a acostumbrar. Si llora, que llore. Tiene que adaptarse.” Seguimos llorando durante un rato pero al cabo paramos, por agotamiento, por resignación, por supervivencia. Traen la comida y nos la comemos. Nos adormecemos un rato en la butaca. Miramos la tele, incluso. Tiempo después, alguien viene a buscarnos y nos lleva a la entrada. Allí está nuestra pareja esperándonos con una gran sonrisa y los brazos abiertos y nos precipitamos al refugio de ese abrazo y nos echamos a llorar de nuevo, de alivio, de emoción, de puros nervios. Y dice la bata blanca: “Oye, hemos dicho que no se llora.” Y luego: “No le hagas ni caso, ¿eh? Ha llorado un poquito al principio, pero luego ha estado fenomenal. Se lo ha comido todo, ha echado la siesta y ha visto una película. ¿Verdad que sí?” Y nuestra pareja, con una gran sonrisa: “Bueno, te lo has pasado muy bien. Mañana volvemos, ¿a que sí?”
    No podemos seguir negando las profundas implicaciones emocionales que tienen las guarderías para nuestros hijos, a veces también para nosotros. No podemos ignorar las consecuencias, los efectos que producen en el desarrollo emocional de los pequeños.
    No vivimos en un mundo ideal, vivimos aquí y ahora, y somos conscientes de que no es realista pretender que nuestros bebés, niñas y niños dejen de ser criados en las guarderías. Para muchos de nosotros, aislados en familias nucleares, carentes de redes sociales de apoyo, es la única solución.
    ¿Qué podemos hacer entonces nosotros, como madres y padres, como educadores y responsables de los centros en que se están criando nuestros hijos? ¿Qué podemos hacer a corto plazo, qué podemos hacer aquí y ahora para ayudar a nuestros pequeños a integrar esa vivencia de la forma más humana y más respetuosa posible?
    La implacable maquinaria de la sociedad en que vivimos a menudo no nos deja elección. Pero, por pocas opciones que tengamos, siempre nos queda la opción de la verdad y del amor: ser honestos, reconocer el sufrimiento de los niños y humanizar los lugares de crianza.


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