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    martes, 6 de marzo de 2007

    Las implicaciones emocionales de la guardería (3): Reconozcamos que nuestros niños sufren

    Para los bebés y las niñas y niños pequeños, las implicaciones emocionales del ingreso en una guardería son importantes. Si el niño ya ha adquirido el concepto del “yo”, si ya entiende que es “otra persona”, si tiene la suficiente madurez emocional, estas implicaciones no tienen por qué ser necesariamente negativas. Pero SIEMPRE son importantes, y nosotras creemos que nuestros niños merecen que por lo menos nos tomemos la molestia de considerarlo.
    Sin embargo, tratándose de bebés y de niñas y niños más pequeños, de los que todavía están en estado fusional completo, el impacto emocional de la separación es más serio. Pues en este caso lo importante no es la guardería en sí, sino la separación. Los bebés y las niñas y niños pequeños de edades tan tempranas conciben el mundo y se relacionan con él a través de una persona de referencia: su madre, su padre o la persona que los esté ”maternando”. Con esta persona desarrollan el apego, la relación primaria que será la base de su capacidad de relacionarse en el futuro con todas las demás personas. La separación forzada de su figura de apego trastorna completamente su realidad emocional, pues los deja incapaces de comprender el mundo. Y los bebés no tienen realidad intelectual, ni racional, ni práctica, ni lógica. ¿Podemos sinceramente creer que este hecho no es grave, que no merece que como mínimo nos planteemos lo que representa para el niño?
    Actualmente las guarderías nos presentan el llamado “periodo de adaptación” como la herramienta definitiva para superar sin traumas el choque con la nueva realidad cotidiana que se impone a los niños, basándose en un hecho incuestionable: que los niños se adaptan a todo.
    Pues sí, es cierto, los niños se adaptan a todo. Se adaptan al abandono, al hambre, a la guerra, a la enfermedad, a la pobreza. Se adaptan porque sin adaptación no hay supervivencia. Eso es lo maravilloso y a la vez aterrador de la integridad de las criaturas humanas en estado de infancia: que se adaptan a todo, que son capaces de todo, que lo perdonan todo y que pase lo que pase, hagamos lo que hagamos, nos quieren igual y encuentran su felicidad siempre y en cualquier parte. Ésa es la grandeza de los niños, y ésta es la miseria de los adultos: aprovecharnos de su capacidad de adaptación, servirnos de ella y utilizarla para justificar las decisiones que en nuestro beneficio les imponemos.
    Se adaptan, pero no sin consecuencias. Que sean capaces de adaptarse no es razón para obligarlos a adaptarse. Y aun cuando no nos quede otro remedio, que se vean obligados a adaptarse no es razón para no reconocer el sufrimiento que eso les ocasiona. No seremos honestos con nuestros bebés y nuestros niños y niñas mientras no reconozcamos la violencia que supone el dejarlos en manos de personas desconocidas. Mientras no reconozcamos su derecho a sentirse aterrorizados o incluso simplemente molestos o en desacuerdo. Mientras les sigamos exigiendo que no lloren al sentirse abandonados. Mientras no comprendamos el abismo desolador que representa verse en un entorno extraño para un ser que no es capaz de entender el concepto de tiempo, ni de interpretar los códigos de la comunicación humana, y que carece de las referencias básicas para descifrar el funcionamiento social y físico del mundo.
    Escuchamos diariamente en las guarderías, a la hora de la salida, por parte de madres, padres, abuelos y educadores, frases como “no se llora”, “los amiguitos no lloran”, “eres el único que está llorando”. ¿De verdad pensamos los adultos que los niños, cuando se echan a llorar, no se sienten mal? Si les duele algo a nuestros niños, en el cuerpo o en el alma, reconozcamos su sufrimiento y démosles el derecho de expresarlo. No deberíamos negarles la expresión, legítima y liberadora, curativa, de ese dolor genuino. Si no podemos evitarles esa experiencia, no lo empeoremos obligándolos a reprimirse. Ayudémoslos aceptando su llanto con comprensión y compasión, sin imponerles tiempos ni plazos, sin juzgarlos, sin hacerles creer que no tienen motivos para sentirse mal. No tengamos miedo. Alegrémonos de que nuestros hijos sigan siendo capaces de llorar cuando nos vuelven a ver. Los niños que no lloran no son siempre niños felices, sino tal vez simplemente niños resignados.


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